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Mandala

Estoy comiéndome un panqueque de dulce de leche con banana (se olvidaron el coco) en Punta del Este. Llegué hoy.


Cuando agradezco silenciosamente por este lujo que me estoy dando, se me ocurre pensar en todas las personas y seres que—como se dice típicamente en los discursos de agradecimiento—hicieron posible este acto. Despliego en mi mente entonces la cadena de involucrados hasta que se torna una red inmanejable, y me sobrevienen dos sensaciones: 1. cuán mágico es este mundo en que estamos todos conectados interdependientemente, y 2. cuán inmensamente complejo es este sistema social, económico, industrial que hemos creado y seguimos creando… De lo cual se siguen dos realizaciones vertiginosas y hermanas: 2. parece demasiado difícil modificar la telaraña tridimensional en que vivimos; y sin embargo, 1. en realidad depende sublime y simplemente de cada acto que cada uno aporte a esta trama tan imperceptible como implacable.


Las telarañas son los mandalas de la naturaleza, y su naturaleza entre etérea y material nos recuerda la nuestra. Una arquitectura instintivamente inteligente, simétrica y perfecta para cumplir su propósito. Quienes no ven la maravillosa maestría de la araña y, lejos de su naturaleza, la destrozan en un segundo para reapropiarse hasta del último rincón de su cúbica casa, se encuentran, días más tarde, con la obra reconstruida idénticamente. La araña tiene los planos en su ADN, y vuelve a tejer sin hacerse cuestionamientos existenciales.


Yo no. Yo como y pienso, primero, en mi abuelo; en los dólares que hizo con su trabajo y que generosamente me regala para gusto extraordinario de mis sentidos movedizos. Pienso en el encargado que me cobró, en el mozo que me trajo el plato, en el proveedor de los ingredientes, en los repositores y los cajeros del supermercado, en la persona que cosechó el trigo tiempo después de haberlo plantado, en la empresa fabricadora de dulce de leche y en sus empleados, en la pobre vaca y los terneros que sufrieron encerrados, maltratados y separados, para que yo satisficiera mi distorsionado e infantil paladar, en el país de donde provendrá la banana que me tocó, en todos los medios de transporte y transportistas y combustible contaminante y maquinarias de extracción y procesamiento involucrados en el panqueque que ya me está empezando a caer pesado. Pienso en el barco que me trajo hasta acá, donde sorprendentemente escuché por altoparlante una llamada a la pasajera Nora A., la amorosa fonoaudióloga que me atendió de chica cuando mi historia psico-físico-familiar hizo que comer algo sólido fuera todavía una hazaña impensable. Pienso en un amigo que ya no lo es más, con quien disfruté de mis primeros panqueques de dulce de leche, banana y coco. Pienso en la persona que va a lavar mi plato y mis cubiertos, y en la bolsa de basura que va a alojar los restos de la gigantesca masa que no puedo terminar. Adónde irá esa bolsa, no lo sé, y no me gusta no saberlo.


A veces, como todos, me angustio pensando en lo que interpreto como desequilibrio del mundo. De súbito, en este momento, me doy cuenta de cuán equivocada estaba: el mundo está siempre en equilibrio perfecto—es parte de su naturaleza. Por eso, para que unos experimenten excesos, otros deben rendirse a la carencia. No queda otra que aceptar que, para que unos experimenten la carencia, otros deben cometer excesos… El mundo sabe lo que hace. Estoy empezando a sospechar realmente que el exceso y la carencia son lo de menos, excusas para aprender por experiencia nada más ni nada menos que el mecanismo de la vida.


Cuando yo me doy un placer enfermo, otros adolecen. Y, como no puede ser de otra manera, adolezco yo, desde el estómago hasta la armonía con todo lo que existe. Cuando, por el contrario, mi placer proviene de una experiencia de paz, amor y respeto sin fisuras, alimento esas fuerzas constructivas. Como no sacrifico el bienestar de nadie, nos beneficiamos todos. Todo es inevitable equilibrio; que tome forma dolorosa o amorosa depende de nosotros.


Quien sigue viendo en la telaraña lo viejo y descuidado, se pierde la maravilla. Cuando vivimos en carne propia la certeza de la integración perfecta, nuestra nueva consciencia trae naturalmente el accionar que da al equilibrio su sanidad. Se vuelve sencillo ser coherente con lo que deseamos, porque la práctica nos demuestra incansablemente que lo que deseamos ya está dentro, es una pieza en nosotros. Todo en el mandala remite al centro. Y en un fragmento de la tela está toda la obra: somos responsables del mundo entero, y cada ser que lo habita es totalmente responsable de nosotros. Cada nuevo acto es un nuevo mundo.


Ahora voy a tomar mucha agua y no comer durante varias horas… Hoy comienzo a tratarnos bien.



Punta del Este, Uruguay, Diciembre de 2013

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