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Malasia

Saturados por la escasez de opciones viables de comida y por las reiteradas mentiras y estafas por parte de pseudo-taxistas y cuasi-agentes turísticos, decidimos volar de Tailandia por el momento. Tras una linda despedida en Phuket—donde disfrutamos de una feria nocturna en la ciudad vieja, picando fideos, comprando remeras de batik y pantalones thai, y escuchando grupitos de música joven—, salimos para Kuala Lumpur, destino cercano que no figuraba en nuestro plan inicial. No podíamos imaginar que visitaríamos ese aeropuerto tres veces en cinco días (pero eso será revelado en el próximo capítulo).


La capital de Malasia es tropical en clima y fría en diseño. La mayor sorpresa fue, probablemente, la escasez de calles y de veredas, las cuales son reemplazadas por inentendibles autopistas curvas colmadas de autos, monorrieles y puentes peatonales. Está claro que esta ciudad da la espalda al paseo y privilegia el transporte motorizado; las hormigueantes filas de personas que circulan entre shopping malls, 7 elevens y monumentales edificios de comercio y finanzas, apenas pisan el suelo. Se las puede ver saliendo de bocas de subte, subiéndose a un bus, cruzando sucesivamente avenidas a través de puentes de casi 500 metros de largo, viajando en los pequeños vagones que surcan la ciudad por encima y le dan el clásico look futurista de los años ’60… Porque hay que decir que el estilo general, más que lujoso, es simplemente cementoso. No vimos una sola verdulería en toda la ciudad. Abunda el gris, condimentado por la diversidad de colores humanos que aloja ese país ex-colonia inglesa.


Ese es el ingrediente fascinante: la profusión de orientales musulmanes y su convivencia con chinos, indios y otras etnias o religiones de menor peso aquí. La lengua malaya suena como una mezcla entre sánscrito, chino y árabe. Aprendimos a caminar al lado de mujeres que, en nuestra ignorancia argentina, denominaríamos “chinas” o “japonesas”, pero que deambulan casi completamente envueltas. La mayoría lleva, eso sí, la cara al descubierto; las telas diseñadas con función de ocultamiento pueden verse, en algunos casos, alrededor de todo el cuerpo y, en muchos otros, solamente aplicado a la cabellera. Destinadas a tapar esta parte del cuerpo, que en la mujer es considerada especialmente sensual y atractiva, las telas pueden resultar paradójicamente llamativas y estéticas. Vienen en un sinfín de colores, y son habitualmente acompañadas por el maquillaje de la cara de la portadora, quien bien puede ir vestida de Chanel y chateando por smartphone. Incluso hemos avistado maquillaje alrededor de aquellos ojos que son el remanente único de lo que, se intuye, era una mujer antes de salir a la vía pública—es muy difícil determinar la raza de quien se oculta de tal manera pero, dado el colorido y las formas de lo que aún puede verse, sospechamos que se trata de mujeres de ascendencia más cercana a lo árabe. Mujeres que, en los shoppings, charlan imperceptiblemente con sus maridos, quienes les besan fugazmente la entelada frente o mejilla. Se me da por pensar que estos maridos deben de haber desarrollado una sensibilidad finísima que les permite detectar, con sólo mirar a los ojos a su mujer, sus emociones, estados y deseos… O bien, éstos poco importan. Mi deseo es que la primera hipótesis sea la correcta. Sin embargo, me genera un gran desasosiego ver tantos niños y niñas que, desde su nacimiento, contemplan que su madre—su modelo de mujer—en público sólo existe casi enteramente tapada por el negro, incapaz de besarlos y entregarles su piel tan necesaria.


Visitamos la mezquita nacional, donde, pese a los 30°C, tuvimos que cubrirnos (yo, pelo incluido) con densas túnicas designadas para ser prestadas a los turistas. No se nos permite ingresar al salón de plegaria en sí, sino recorrer los amplios pasillos al aire libre, bordeados por agua y columnas, y hacer una visita guiada durante la cual se puede aprender un poco sobre el Corán y escuchar opiniones de un practicante local, como por ejemplo: “me sentiría honrado si mi pareja decidiera cubrirse en público para reservar la visión de su cuerpo sólo a mí. Después de todo, es desagradable andar por la calle y que otros hombres la miren con intenciones…”. Tuve ganas de preguntarle: “¿No te parece que el problema está en los hombres que la miran de esa manera, y no en que ella sea como es? ¿Por qué creés que a vos no se te ocurre cubrirte para que no te miren así?”. Su comentario me recordó una experiencia que viví hace varios años cuando fui invitada a pasar el día en una quinta por una asociación judía conservadora. (Permítaseme la digresión, y tómese en cuenta que soy de familia judía y que hay aspectos de esta religión que me gustan mucho.) Fui acompañada por amigos del sexo opuesto y quienes me conocen imaginarán mi horror al enterarme de que hombres y mujeres tenían horarios separados de pileta. Pero eso no fue lo que me quedó en la memoria y ahora reflota, sino lo siguiente: durante el horario de pileta de los hombres, las mujeres podíamos observarlos desde fuera; durante el horario femenino, los organizadores cubrieron la pileta con un cerco de telas, para que los hombres no pudieran vernos… La explicación del rabino—solicitada por mí, por supuesto—fue que, ‘naturalmente’, ver a una mujer semidesnuda despierta en el hombre deseos e impulsos que en un ámbito no íntimo deben evitarse. Ese día me tragué las respuestas que hubiese querido dar: número uno, tienen razón, las mujeres somos de piedra, no sentimos nada al ver a un hombre semidesnudo…; número dos, estoy esperando ansiosamente el día en que dejen de proyectar sus trastornos sexuales sobre nosotras, los cuales, por cierto, aumentan en la medida en que perpetúan la negación de nuestro cuerpo. Taparme a mí porque vos no podés controlar tus impulsos es tan ofensivo y absurdo como culpar a la víctima de una violación por llevar ropa sensual. Al guía de la mezquita también le ahorré la perorata… pero solamente porque lo escuchamos de refilón mientras nos acercamos a un grupo que sí había pagado la visita.


Vimos muy poco del barrio Little India, lamentablemente, por motivos de tiempo y cansancio. Recorrimos Chinatown, que quedaba muy cerca del hostel y que nos decepcionó olímpicamente, revelándose una especie de Once laberíntico enmarcado por humeante y chisporroteante comida china. Visitamos el Museo de Arte Islámico, que exhibe principalmente maquetas arquitectónicas, vestimenta y armamento de distintos siglos, manuscritos religiosos de espectacular caligrafía artística árabe, e interesantes diagramas que ilustran las olas de migración del Islam por el mundo. El museo está emplazado en una especie de colina, exuberante de hermosa vegetación y casi libre de gente local, donde también se encuentran varios parques zoológicos de esos que gustan de encubrir dicha condición bajo el hecho de que sus jaulas son enormes y menos visibles que las tradicionales. Hay un parque con ciervos, uno dedicado a las aves, y un mariposario. No nos abstuvimos de este último, y pasamos un rato largo recorriendo el gran vergel húmedo y selvático, con cascadas y glorietas, donde las mariposas vuelan hasta donde la red superior permite. Es un bello hogar para pasar una semana, como suelen hacer las mariposas… El mal menor dentro de este imperio humano que provoca un daño y luego nos vende el paliativo revestido de flores. Encerrar mariposas, tapar mujeres.


Tomamos el bus hop-on-hop-off, recomendable para disfrutar de la ciudad sintiendo un muy bienvenido viento en la cara y evitando el tortuoso fluir de quien se mueve a pie. Al anochecer, nos paramos frente a (o bajo) las inmensas torres Petronas y admiramos su majestuosidad metálica y lumínica. Da risa pensar que fue un arquitecto argentino quien llevó a Kuala Lumpur una imagen de lujo y riqueza que se volvería ícono urbano del país. Entre las torres hay un shopping, descomunal, como suelen serlo por estos lados, refugio de los acalorados y de quienes buscan comida más occidental. Así que allí fuimos. Días después, volví a ver La Emboscada y disfruté un poco más de la película y de las torres.


En la continuación del relato de nuestras peripecias asiáticas podrán leer aventuras y desventuras como “El fiasco de Perhentian”, “El diluvio de Kota Bharu”, “La inesperada y asombrosa Singapur” y “la catástrofe de Bintan”. Hasta entonces, ¡cambio y fuera!



Singapur, Diciembre de 2014

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