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Editar

“Muchas veces, la pregunta de los padres acerca de los hijos es ¿qué validamos en ellos y qué intentamos curar en ellos? Jim Sinclair, un conocido activista por el autismo, dijo: ‘Cuando los padres dicen ‘desearía que mi hijo no tuviera autismo’, lo que realmente están diciendo es ‘desearía que el hijo que tenemos no existiera, y tuviéramos en su lugar a otro hijo sin autismo’’. Esto es lo que oímos cuando padecen nuestra existencia, esto es lo que escuchamos cuando rezan por una cura: que su más querido deseo para nosotros es que un día dejemos de ser, y algún extraño que ustedes podrían amar venga a ocupar el espacio detrás de nuestras caras.”


Estas palabras, pronunciadas por Andrew Solomon en una conferencia de TED cuyo título (“Love, no matter what”) podríamos—indirecta pero fielmente—traducir como “Amor, sí o sí”, ilustran perfectamente lo que considero la gran trampa de perspectiva que nos aqueja como sociedad, como especie.


Estamos acostumbrados a la arrogancia de editar, que no es más que la ignorancia de lo perfecto que es todo. Lo único que se puede genuinamente editar, y suele ser conveniente hacerlo a fines de obtener resultados constructivos, es aquello que ha sido fabricado por el ser humano. Podemos editar obras arquitectónicas, objetos, textos e ideas… Pero editar humanos, o cualquier otro ser vivo, no sólo es cosificación sino que es ficticio: nadie tiene el poder de modificar a nadie. El deseo de modificar es meramente un efecto de la insatisfacción crónica que respiramos al proyectar problemas en el exterior en lugar de ver que el único problema está en nuestra mirada. La naturaleza de cada uno, tal como sea, es la condición adecuada para el tránsito de lo que le corresponde a fines de liberarse, precisamente, de las limitaciones inherentes a la mente. Mientras pongamos el foco en lo que rechazamos y no en el rechazo en sí, seguiremos atrapados.


Debemos anclar la interacción con el mundo en algo mayor que la mente si queremos aproximarnos a la verdadera belleza: la que no aparece mediada por la cultura, la que no cabe dentro de conceptos ni categorías ni juicios de valor, sino que solamente se percibe desde el estado puro de amor y gratitud. Alcanzado este estado, las modificaciones en nuestras ideas y comportamiento se realizan solas y de manera natural. Digamos que el amor (el ingreso en nosotros de la perspectiva superior, divina, creadora) es la única fuerza capaz de editarnos. Y es esa alineación con la energía que nos ha creado la que nos permite servirle de canal, haciéndonos también creadores.


Nuestros hijos no son hechos por nosotros, no vienen de nosotros sino a través de nosotros y por lo tanto, no son nuestros. Como pareja, a partir de la unión íntima que nos integra, somos canal de una nueva vida que llega y se prepara, por fuerza de una sabiduría intrínseca a nuestro ser pero superior a nuestra comprensión y dominio, para encarnar en el mundo. Cada particularidad de ese tránsito es tan única y sagrada como cada particularidad de la existencia de ese nuevo ser cuando ya tiene su cuerpo independiente… un cuerpo que un día quizá se unificará con otro para que el proceso se repita, de manera infaliblemente única y sagrada. El crecimiento no es nuestro, el diseño no es nuestro; de ellos se encarga la naturaleza, esa fuerza intrínseca y suprema que siempre nos animará, sin importar cuán caprichosamente intentemos escapar de ella.


El escape, la separación respecto de esa sabia fuerza que nos recorre a todos y a todo, es ilusoria. Es como intentar correr hacia fuera de uno mismo, hasta dejarse atrás… Es imposible, ingrato y anti-natural, y tenemos un nombre para el sentimiento que lo induce: desamor. El desamor es esa insatisfacción con uno mismo, que surge de la sustitución del fluir por el deber.


El deber es una creencia; una creencia que insta a reemplazar aquello que es con algo que no es. La peor locura del ser humano es creer que deberíamos ser distintos de lo que somos. La principal locura del ser humano es creer. Creer es un rechazo o, en el mejor de los casos, no más que un quizás. El creer, condicionado por nuestras historias particulares y nuestras interpretaciones mentales, es el origen de las divisiones, de las categorías, de las jerarquías, de la infelicidad… de la reducción de esa fuerza sabia a una figura externa, limitada, personificada, exclusiva, mental (evaluativa) y emocional (piadosa o iracunda) que llamamos Dios. Millones de personas creen en un Dios que es como un malévolo científico conductista: si me porto bien, ya vendrá el premio; si me porto mal, ya vendrá el castigo. Esta figura no es otra cosa que la imagen colectiva de nuestro progenitor editor. Proyectamos aquello que hemos recibido e internalizado, perpetuándolo hacia nosotros mismos, hacia nuestros hijos, hacia todo. Lo que se siente es enterrado para que prevalezca lo que se debe hacer. “Creo que yo, vos y la situación deberíamos ser diferentes”. Y todos vivimos igual. Y a nadie le gusta. Y la ley, la policía, el Dios institucional y el consumismo son sólo creencias que bloquean—y ridículamente pretenden sustituir—el fluir del amor como fuente de armonía y plenitud.

Porque da lo mismo que creas en un hombre barbudo sentado en una nube, en otro hombre barbudo que escribió libros de filosofía, en el último aparatito de Apple o en la chica que aparece en el afiche. Todos terminamos matándonos—metafórica y literalmente, psicológicamente, políticamente, socio-económicamente—por algo que no es real. No estamos siendo representados en el imaginario público, donde, precisamente, se cimenta el deber. Estamos siendo reemplazados por creencias. Y creer es violencia. El deber es violencia. La edición de humanos es violencia. El retoque es violencia. El recorte es violencia. Es desamor. Es ceguera ante la maravilla única y dinámica que cada uno es a cada momento.


No hay nada que creer; la vida fluye permanentemente. Ante lo que es, nuestro juicio está de más. Sólo a partir de la aceptación de lo que vivimos podemos amarnos y amar sí o sí. El sí o sí es el requisito previo indispensable a la vida. No hay nada que editar; ni siquiera hay mucho que elegir desde el pensamiento… Porque una vez que nos aceptamos y abrazamos con verdadero amor—es decir, con reverencia y confianza hacia todo lo que es—, nos abrimos al fluir consciente, que es la única alquimia que nos modifica, desarrolla y guía en consonancia con el bien de toda la vida en esta Tierra… un bien que incluye las trampas como camino hacia la sabiduría: es agotando los recursos intelectuales que finalmente podemos entregarnos a aquello que los supera.


Ni el amor, ni la belleza, ni la plenitud, son racionales. No llegamos a ellos mediante ejercicios mentales ni de lenguaje. La filosofía resulta valiosa como método, no de búsqueda de la verdad, sino de descarte de la mentira: una práctica de cuestionamiento constante que nos permite desaprender lo aprendido y mantenernos frescos para así habilitar la experiencia inmediata. Usemos la mente sin aferrarnos a sus contenidos ni a sus modalidades polarizadoras, hasta limpiarnos de toda creencia. Miremos más allá de la nube, más allá de los libros, de las pantallas, de los afiches, de las creencias… Veamos que somos parte de la vida que fluye en todas partes… Un día les diremos a nuestros hijos “creé en vos”, y espero que nos respondan, mirando el río, el árbol y el sol: “no creo; me conozco”.



Buenos Aires, Argentina, Agosto de 2014

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