Estoy enfrascada en patrones viejos, en las memorias idealizadas de una historia que me resisto a dejar morir. Quiero aprender de una vez por todas a darme la vuelta y darle una chance a lo que vive del otro lado.
Paseando temprano por la rambla, me vino de pronto un impulso desestructurante, y me dispongo a seguirlo: hoy quiero mirar el atardecer al revés. Es decir, del lado de la oscuridad que entra.
Puede sonar ominoso, pero creo que es sólo el miedo de quien está aferrada a lo viejo conocido. Desde esa postura, lo nuevo es una noche oscura que una, como niña herida, teme aceptar.
Llevo toda la vida despidiendo al sol, viéndolo hundirse en horizontes mientras me regodeo en la nostalgia de un final que duele de veras aunque el día siguiente siempre lo revele falso. Es una actitud que me resulta de sobra familiar… Un ritual cuya repetición idénticamente obsesiva considero, de repente, tan limitada como lo sería, durante el amanecer, contemplar el rincón por donde la noche se escabulle.
Es hora de fortalecerme y animarme a dar la espalda al espectáculo conocido, para enfocar mi atención en la belleza que me deja su partida. Entregarme al vértigo de abdicar mi puesto habitual. Abrirme a reconocer que el atardecer (como el amanecer) ocupa el cielo entero. Después de todo, ¿no es mucho más sabio y cortés bienvenir lo que entra que aferrarse a lo que, natural e inevitablemente, debe irse?
Bienvenido el lila que se irá azulando ajeno a quienes lo ignoran por costumbre o convención. Será menos espectacular pero, sinceramente, a estas alturas prefiero conocer la emoción serena de aquello que llega a cambiar la vida de quien arriesga la identidad por la dicha de recibirlo.
Del otro lado me espera el renacimiento. Admiraré el sol cuando llegue, cuando reaparezca con nuevo rostro, digno protagonista de mi presente.
Punta del Este, Uruguay, Diciembre de 2013
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